12 febrero, 2018

La elegancia del pasado


"Pero si se teme el mañana es porque no se sabe construir el presente, y cuando no se sabe construir el presente, uno se dice a sí mismo que podrá hacerlo mañana y entonces ya está perdido porque el mañana siempre termina por convertirse en hoy, ¿lo entendéis?"



Ahora que leí La elegancia del erizo sentí que algo me faltaba. Estaban ahí las disertaciones de Paloma y Renée sobre la vida misma, sobre las máscaras que usamos, la banalidad a la que tanta importancia damos. Hablaban con pasión de la lectura, del arte de comerse un chocolate o de lo difícil que a veces resulta la filosofía. Paso a paso seguí el hilo de sus pensamientos y no dejaba de sentir el vacío en el pecho. Pero ¿qué es lo que me falta? Me preguntaba. Era evidente que la prosa de Muriel Barbery no es algo que encuentras a la vuelta de la esquina, en su lentitud hay cierto sosiego y gracia, pero no terminaba de convencerme. ¿Será porque ya vi la película? Me preguntaba preocupada. La vi hace mucho tiempo y no recordaba bien la trama, pero tenía presentes algunos episodios que cuando los encontré en la prosa, me parecieron fieles a lo que se narraba. 
La elegancia del erizo es la historia de Renée, una mujer muy culta que se hace pasar por una portera ignorante. Trabaja en un edificio de departamentos para ricos y, encajando perfectamente en el cliché de la gente con dinero, ni uno de los vecinos se percata de la mente aguda que cuida la entrada día tras día. Todo cambia cuando llega el señor Ozu y en tan sólo un intercambio de palabras, descubre lo que nadie ha podido: Renée es mucho más de lo que aparenta. Paralelamente se desarrolla la historia de Paloma, una niña de doce años que considera haber observado lo suficiente en la vida como para saber que no le espera un destino distinto al de los adultos que conoce y, por tanto, decide que la mejor manera de poner fin a esa agonía es suicidándose en su próximo cumpleaños. Por supuesto, aunque considera inamovible su decisión, otros pensamientos van floreciendo en ella después de entablar conversaciones con Renée y el señor Ozu.
Es la capacidad de observación lo que une a estos tres personajes. Paloma y su escrutinio diario hacia su familia; Renée y su contemplación a través de la ventana que le confirma día tras día que no pertenece a ese lugar, que su vida está en la lectura; y el señor Ozu que ya no tiene miedos y sí muchas ganas de apreciar lo que el mundo le ofrece. Y entonces intercambian puntos de vista, se muestran entre ellos sus pequeños grandes descubrimientos y forjan lo que considero lo más valioso de una amistad: la capacidad de escuchar al otro, de alentar y crecer con sus palabras. ¿Y entonces por qué siento que me quedó algo a deber esta historia?



Vi por segunda vez la película porque, de algún modo, quería revivir las emociones que tuve cuando la vi por vez primera, pero eso no sucedió. En esta segunda mirada me pareció, incluso, opaca. Veloz en la secuencia, pero lenta en la transformación de sus personajes. Renée no se parece a Renée debido a la ausencia de sus diatribas filosóficas que abundan en el libro y que no se asoman en la versión cinematográfica, sólo como que las intuyes. Y me di también cuenta de otra cosa, la vida ha cambiado por completo. Quiero decir, que cuando vi por primera vez la película estaba acompañada de un gran amigo y el intercambio de nuestras perspectivas honró el espíritu de la historia. A nuestra manera, convertidos en Renée, Paloma o el señor Ozu, comentamos las escenas, las ideas, las reacciones y nos pareció que nos mostraban algo. Cobró sentido para nosotros la elegancia del erizo, el arte de forjar un mundo y estar llenos de púas. Y aún recuerdo la emoción de haber llegado a un descubrimiento, el placer que embarga cuando tienes una charla más que satisfactoria. Y, sin embargo, ahora que leí el libro y volví a ver la película, eso no apareció.
Y más allá de que considero que Barbery insiste de más en ciertas ideas que vuelven cansada su prosa. Más allá de que considero ese final como uno de los mejores por inesperado, contundente y hermoso. Más allá de todas esas consideraciones, creo que hay momentos en la vida para encontrarse con ciertas historias. Esa conjunción de tiempo y acción es irrepetible, se goza sólo una vez. Y no es que en esta experiencia no haya podido llegar a nuevas conclusiones, es sólo que me faltó la compañía, el intercambio, esa soledad compartida de la que habla el libro y que se traslapó a la realidad casi inmediatamente. No sé mi explico. Hay historias que asociamos a personas y se vuelven incompletas cuando esas personas ya no están. Claro, puedo esforzarme en hallar otro brillo, otras ideas, pero será otra cosa, no lo que fue y que tan feliz me hizo; sólo otra cosa. Así pues le doy la razón a esta historia: "Quizá estar vivo sea esto: perseguir instantes que se mueren".